Asomada a la ventana de
la habitación. Asombrada con lo que veía. Perpleja. Al fondo, el Vesubio. A un
lado, Nápoles. Delante, la bahía. El Mediterráneo perezoso y tranquilo. ¿El
mismo que contemplaban los viejos pompeyanos? A ver si resulta que no salieron
corriendo porque estaban como yo: distraída, pensativa, disfrutando de las
vistas… De esto es de lo que más acuerdo del viaje. Fue lo primero que conté
cuando me preguntaron mis padres y sigue siendo lo que me viene a la cabeza
cuando pienso en el viaje. Mucho antes que ruinas, arqueología, mosaicos,
teselas, termas, prostíbulos… Que no digo que no me gustaran. Pero esas vistas…
Plinio el Viejo, que murió por curioso, a lo mejor se detuvo más de la cuenta
en esa bahía. Y no me extrañaría nada.
Pompeya me pareció mucho
más grande de lo que esperaba. Era una ciudad de verdad, de esas a las que no
les falta de nada. Me gustaron especialmente los frescos de las villas
pompeyanas.
La visita a Nápoles me encantó,
aunque habría sido mejor con unos cuantos grados menos. De infarto el techo de
la catedral. El del teatro San Carlo tampoco es poca cosa. La verdad es que
cuando los napolitanos se esmeran, son de los mejores. Lo mismo te hacen unos
helados de primera como que construyen una catedral que te quita el aliento.
La actuación sobre la
música en la antigüedad fue muy interesante a la par que graciosa, aunque me
cueste admitirlo, la verdad es que me costó contener la risa en varios
momentos.
En resumen, visitar una
parte de Italia ha sido maravilloso, no puedo esperar a ver más de este bonito
país. Y a comer mucho más de ese delicioso helado.
Teresa Olmedo
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